martes, 25 de junio de 2013

SITIALES SALVAJES DEL MUNDO, de Rubén Montaña.


Antiguo es el imaginario, ya fijado en la materia verbal del signo, de comparar la actividad literaria con un tejido.
Para otros, y ahora en la dirección complementaria, la lectura es algo así como “mirar el plumaje tornasol de un pavo real”; es decir, una experiencia cambiante e irrepetible. En relación con esto, anecdótico pero no menos cierto, es que una vez más la metáfora se ha adelantado a la denotación teórica. Más acá de esta digresión, cito este enunciado en cuanto estas líneas no son más que una lectura personal y no tienen como propósito condicionar las que ejecute el lector, por su parte, quizá más prolijo en su material plural desde el cual lo concibo hoy. Ahora bien, y en relación con la primera sentencia, ¿por cuál elemento se ve cruzado, unificado, este urdiembre, esta porción de pausas, símbolos y signos que es Sitiales Salvajes del Mundo? Sin caer en la sobreteorización, que para algunos es una forma del tedio, sería bueno comenzar por lo evidente: la narración. Hija del pensamiento histórico, racional, la prosa lanza sus sellos desde la memoria, mas desde una memoria subvierta en el caso de la ficción, que no necesariamente tiene que ver de manera directa con un discurso dominante en el seno de la cultura de la cual proviene, aun sin desconocer su origen común desde ésta: todo texto es hijo de su época. A partir de aquello, se puede decir que las diversas ficciones de este conjunto apuntan hacia un imaginario perdido, incluso perdido en un tiempo textual- revestido de una posición histórica pasada, es decir de un ayer discursivo concreto. Esto es el lazo más epidérmico que une dichas narraciones con una porción de lo real. Es el primer paso que une la conciencia colectiva del lector hacia otro espacio significativo, el narrativo o literario, nunca del todo distinto o antitético uno del otro. Ya en el desarrollo de los textos, aparece la construcción ficcional emplazándose sobre la conciencia histórica, subvertiéndola a la vez que problematizándola. Esta construcción en dos espacios semiológicos, sin embargo, se da de manera simultánea. Uno de los ejes centrales de estas memorias ficcionales del mundo son, precisamente, sus sitiales. Más aún, el concepto de “mundo” es símil al de “sitial”, vale decir, una pequeña porción de espacio que se abarca a sí mismo con la hondura y la significación de la totalidad. Esto en cuanto dichos espacios son, más bien, espacios vitales: pueblos que se asientan como el alcázar de un espacio simbólico; la estructura geográfica completamente textual o nocaracterizada como un personaje más,  la cual determina,  a su vez,  a  los personajes.  En este ejercicio intratextual, sin embargo, lo más destacable es el desarraigo final en los desenlaces de los textos, tanto de los espacios simbólicos como de los personajes. Estos elementos, que se buscan y determinan, la mayoría de las veces desembocan en una especie de huerfanía: asolados por la locura, en el limbo o la ambigüedad de valores, en el sin sentido, la muerte etc. Sin embargo, esta huerfanía abre nuevas búsquedas, en cuanto estos relatos no son conclusivos, sino más bien insinuantes de alguna fisura en la estructura de ordenamiento cultural por donde reconstruir un otro paradigma de pensamiento, o de ordenamiento, distinto del anterior. Pareciera, entonces, que no existe un espacio vital, ciertamente, sino un lugar del desarraigo o de la transfiguración y la puesta en abismo valórica.  Se está en presencia de una especie, más bien, de “sitiales salvajemente desterrados de sí mismos”. Antes del olvido, antes de la locura, en un espacio que, de manera incómoda, aún vive en sí mismo. A partir de estas divagaciones, se puede plantear que el único sitial que acoge y recoge, a la vez, es el ámbito del libro, el ámbito estructural del soporte; el espacio unificador de la expresión a través de la lengua, que copula de signo en signo, irguiéndose.
Guillermo Mondaca.  (Palabras dejadas a la orilla)

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