Antiguo es el imaginario, ya fijado en la
materia verbal del signo, de comparar la actividad literaria con un tejido.
Para otros, y ahora en la dirección complementaria, la lectura es algo así como
“mirar el plumaje tornasol de un pavo real”; es decir, una experiencia
cambiante e irrepetible. En relación con esto, anecdótico pero no menos cierto,
es que una vez más la metáfora se ha adelantado a la denotación teórica. Más
acá de esta digresión, cito este enunciado en cuanto estas líneas no son más
que una lectura personal y no tienen como propósito condicionar las que ejecute
el lector, por su parte, quizá más prolijo en su material plural desde el cual
lo concibo hoy. Ahora bien, y en relación con la primera
sentencia, ¿por cuál elemento se ve cruzado, unificado, este urdiembre, esta
porción de pausas, símbolos y signos que es Sitiales Salvajes del Mundo? Sin
caer en la sobreteorización, que para algunos es una forma del tedio, sería
bueno comenzar por lo evidente: la narración. Hija del pensamiento histórico,
racional, la prosa lanza sus sellos desde la memoria, mas desde una memoria
subvierta en el caso de la ficción, que no necesariamente tiene que ver de manera directa con un discurso
dominante en el seno de la cultura de la cual proviene, aun sin desconocer su
origen común desde ésta: todo texto es hijo de su época. A partir de aquello, se puede decir que
las diversas ficciones de este conjunto apuntan hacia un imaginario perdido,
incluso perdido en un tiempo textual- revestido de una posición histórica
pasada, es decir de un ayer discursivo concreto. Esto es el lazo más epidérmico
que une dichas narraciones con una porción de lo real. Es el primer paso que
une la conciencia colectiva del lector hacia otro espacio significativo, el
narrativo o literario, nunca del todo distinto o antitético uno del otro. Ya en
el desarrollo de los textos, aparece la construcción ficcional emplazándose
sobre la conciencia histórica, sub–vertiéndola
a la vez que problematizándola. Esta construcción en dos espacios semiológicos,
sin embargo, se da de manera simultánea. Uno de los ejes centrales de estas memorias ficcionales del mundo son,
precisamente, sus sitiales. Más aún, el concepto de “mundo” es símil al de
“sitial”, vale decir, una pequeña porción de espacio que se abarca a sí mismo
con la hondura y la significación de la totalidad. Esto en cuanto dichos
espacios son, más bien, espacios vitales: pueblos que se asientan como el
alcázar de un espacio simbólico; la estructura geográfica completamente textual
o no–caracterizada
como un personaje más, la cual
determina, a su vez, a los
personajes. En este ejercicio intratextual, sin embargo, lo
más destacable es el desarraigo final en los desenlaces de los textos, tanto de
los espacios simbólicos como de los personajes. Estos elementos, que se buscan
y determinan, la mayoría de las veces desembocan en una especie de huerfanía:
asolados por la locura, en el limbo o la ambigüedad de valores, en el sin
sentido, la muerte etc. Sin embargo, esta huerfanía abre nuevas búsquedas, en
cuanto estos relatos no son conclusivos, sino más bien insinuantes de alguna
fisura en la estructura de ordenamiento cultural por donde reconstruir un otro
paradigma de pensamiento, o de ordenamiento, distinto del anterior. Pareciera,
entonces, que no existe un espacio vital, ciertamente, sino un lugar del
desarraigo o de la transfiguración y la puesta en abismo valórica. Se está en presencia de una especie, más
bien, de “sitiales salvajemente desterrados de sí mismos”. Antes del olvido,
antes de la locura, en un espacio que, de manera incómoda, aún vive en sí
mismo. A partir de estas divagaciones, se puede
plantear que el único sitial que acoge y recoge, a la vez, es el ámbito del
libro, el ámbito estructural del soporte; el espacio unificador de la expresión
a través de la lengua, que copula de signo en signo, irguiéndose.
Guillermo
Mondaca. (Palabras dejadas a la orilla)
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