ESTRAMBÓTICO CARRETE.
Todo
empezó con una reunión en mi casa, tipo 7 de la noche. Era para definir
cuestiones de un libro que realizaríamos en común. Fue harto útil. Llegamos a
los puntos fundamentales. Definimos cosas. Nos hacían falta esas definiciones.
Todo se resolvió rápido, por suerte. Después empezamos el viaje al bar de Santa
Isabel. La promesa eran las primas de Nolasco, unas cuequeras jóvenes y bonitas
que tenían una banda llamada “Las Peñascazo”. Era un nombre gracioso; uno
imaginaba de inmediato unas chiquillas de malas pulgas que agarraban a
piedrazos a la gente. Cuando llegamos allí (en un auto manejado por Shinazki,
un Shinazki ebrio como siempre) descubrimos que las primas de Nolasco estaban
con su familia y era imposible intentar un rapto. El peñascazo no habría sido
una broma sino una dura realidad en nuestras cabezas. Ni siquiera vimos a las
primas de Nolasco. Caminamos a la vereda del frente. Nolasco entró a despedirse
de sus famosas primas. Después nos alcanzaría. Nosotros pensamos que,
lógicamente, se quedaría con las primas. Pero no. Volvió al rato. No traía
buena cara, clara señal de fracaso. Estábamos cerca de “El Bar de René”.
Intentamos entrar, pero como es tan célebre casi siempre está lleno. Me
contenté con tomar una foto de la entrada, imagen donde aparecen unas minas
cuicas en primer plano. Nos fuimos al lado, un local con puros trasher, o peor
que eso, puros death metal. Los gritos eran guturales invocando a Lucifer, a
Seitan y llamando a la extinción de la jiuman reis. Estaba perfecto para
nosotros. En medio del caos sentí el grito de unas minas, unas gorditas, que me
llamaron. Allá partí a saludarlas, bien apretados, cosa divertida y simple de
lograr considerando el importante tamaños de sus tetas. Me quedé en la conversa,
ellas coqueteaban, yo coqueteaba. Tomé muchas fotos de lo que hacían. Recuerdo
que, dada su anatomía, las tetas ocupaban una fracción importante en esas
imágenes. Volví donde los cabros. Y así sucesivamente. Me mantuve en ese vaivén
su buen rato. La cosa prometía. Otra ronda de cervezas. A mí ya me había dado
por llevarme una de las minas pa’ mi casa. Estuve a punto de lograrlo cuando
volví la segunda vez donde ellas. Pero a su mesa llegaron unos trasher
amistosos, y hubo que socializar. Entre ellos había un trasher célebre: el
baterista de Arch Enemy. Me piden sacarle una foto al sujeto. Era un noruego
monstruosamente grande. Pensé en alguna escena divertida. Estiré la mano
tratando de conseguir un cuchillo en alguna de las mesas. No había, así que
robé un encendedor y se lo acerqué al pelo del roquero noruego. Este se asustó
muchísimo creyendo que lo hacía en serio, pero después se relajó y posó para la
foto. He pensado ampliar esa imagen y convertirla en un poster. También he
pensado negociar con ella. Salgo sonriendo más estúpido que malvado, con el
noruego más malvado que estúpido. No hay caso. Cuando nuevamente volví donde
las minas, ya mi oportunidad había pasado: un guatón tenía a la mina sumamente
engrupida. Me resigné y volví donde los cabros. Con Valdés simulamos una pelea,
tipo lucha grecorromana para calentar los músculos. Ayudaba a bajar los niveles
de testosterona. Varios pensaron que la cosa iba en serio. Nos fuimos del
lugar, porque unos seguidores de Motorhead estaban planeando intervenir. En la
calle nos miramos con cara de “falta algo”. No estábamos suficientemente
puestos. Una cuadra más cerca de Vicuña, una mina bien rica nos invitaba a
entrar. Le hicimos caso de inmediato, sin pescar el hecho que fuera un local
pituco. Adentro pedimos tres chelas de a litro, unas empanadas de queso y unas
papas. Consumimos todo. Un garzón se acercó a mirar qué hacíamos. Nos sentimos
observados con desconfianza. Desde fuera, merodeaban otros que parecían
garzones, todos cuicos. Al rato aparece la mesera que nos había invitado. Fue
para besarse largo rato con uno de los garzones. Fue triste para todos, una
rotura general del corazón. Les dije “cabros, a esta perra yo no le pago”. Y
salí sin esperar a nadie. Me quedé en la esquina. Desde ahí vi salir al resto.
Corrimos como locos por una calle interior hasta Vicuña Mackenna. De atrás
escuchamos que nos perseguían los garzones. Nos fuimos sin pagar casi diez
lucas. Se cansaron rápido, como a las dos cuadras nos dejaron en paz. En Vicuña
nos despedimos de Shinazki que enfiló apenas su auto, hacia el sur de Santiago.
El auto parecía más ebrio que el mismísimo Shinazki. En esa esquina vi a la
mina gordita que yo quería morder. Estaba con el guatón trasher. Nueva rotura
de corazón, por lo menos para mí. Nos subimos a una micro, los cuatro que
quedábamos. Llegamos hasta la Alameda, hasta Plaza Italia. Entramos al
Obelisco, alias “el Obecolis”, por sus garzones homosexuales. Pedimos para
comer, más sustancioso que las empanadas. Y cerveza kuntsmann los muy pirulos.
Escuchamos unos temas de Rata Blanca. Esta vez pagamos, pero al irnos nos
robamos unos vasos con cerveza. Yo el mío, Valdés el suyo. Nolasco no robó
nada. Acevedo tampoco, que a la salida de ese local se nos despidió. Los tres
sobrevivientes seguimos en micro hasta la Moneda. En esa micro seguimos
jugoseando bastante rato. Saqué algunas fotos de nuestro jugo. Al bajarnos nos
encontramos unos mimos. Nos sentimos turistas espaciales, frente al palacio que
gobierna este planeta. Nos sacamos fotos con ellos. Al frente, en el bandejón,
estaban las micros volcadas por el rinoceronte, de la época en que andaba por
Chile la pequeña gigante de la compañía Royal de Luxe. Les dije a los cabros
que saltáramos la reja. “Necesito una foto de esas micros”, dije. Vi un espacio
y entré, sin esperar aprobación. Cuando estaba por llegar a las micros, cámara
en mano, aparece un par de tipos a echarme. Lo hicieron con empujones. Rechacé
a uno. Se picaron, me hicieron una llave, me lanzaron unas patadas y me tiraron
al suelo. Caí bastante mal. La güeá me había dolido. Levanté las manos para que
vieran que estaba en son de paz. Pero siguieron dándome. Aún tenía la cámara en
la mano y empecé a dispararla sin ver para retratar a mis agresores. Después vi
esas fotos y registraron solo manchas por la escasa luz de la noche. Llegaron
los pacos, pensé que me ayudarían, pero no. Me pararon del suelo, a empujones
me llevaron a las micros. Ahí me di cuenta que lo que me dolía era una pierna.
“¡Levanta las manos güeón!”, me gritaron y me siguieron golpeando. “Pasa el
carné”, dijeron después. Me querían llevar preso. Después se les pasó el odio.
Empezó a ponerse más fuerte el dolor de la pierna, pronto no podría caminar.
Salí del cerco, cojeando. Llegué donde Valdés y Nolasco que habían mirado la escena,
desde la otra vereda. Valdés partió donde los tipos y botó al suelo una reja, a
patadas, gritándoles que eran unos fascistas pagados por el sistema. Mientras
tanto, echaba abajo más cercos. Se acercaron los pacos a agarrarlo, pero un
taxi pegó una frenada. Valdés se subió y se fue. Yo me quedé con Nolasco y
empezamos a caminar para irnos. Pero yo hacía puros intentos. Cada paso se me
hacía imposible. Nolasco tomó su colectivo y lo vi alejarse por Nataniel.
Cuando estuve solo me senté un rato. El dolor era muy intenso y seguía
aumentando. Como no podía caminar pensé en dormir allí. Me levanté y volví a
intentar llegar a mi casa, a base de pura voluntad. Me senté de nuevo. Empecé a
ponerme rabioso y a tener ganas de llorar para calmar la desesperación y la
sensación de injusticia. Sonó mi celular y era Valdés. Le expliqué lo que me
pasaba. Dijo que me quedara donde estaba. Al rato llegó en el mismo taxi que lo
había salvado de los pacos. Con esfuerzo me subí. Ya en mi casa, entre Valdés y
el taxista me bajaron en brazos y me dejaron en mi cama. Al otro día tenía la
rodilla hecha pebre, hinchada al doble de su diámetro. El dolor era intenso: me
tuve que arrastrar al baño, porque tenerla vertical era un suplicio. Llamé a mi
polola. Estaba molesta conmigo porque no la había llamado la noche anterior. Se
negó a ayudarme y yo no quise rogarle. Llamé una amiga que llegó a los 15 o 20
minutos. Me llevó a la posta. Después de una espera de espanto, con sujetos
esposados por los pacos, con sangre en el suelo, con gritos constantes, con
bomberos accidentados y una larga lista de miseria y dolor me llamaron para la
revisión. “Tienes cortado el ligamento cruzado anterior”, me dijo un médico que
me examinó en dos minutos. Me derivó donde el yesero. Algo conversé con él. El
tipo intentaba calmar mi depresión, me decía que mucha gente sin ligamento hace
una vida normal. No hubo caso. Salí de ahí, enyesado y con el orgullo más
herido que nunca. Al otro día me enteraría que los sujetos que me golpearon
eran pacos de civil. En la comisaría me tramitaron hasta el infinito cuando
quise estampar una denuncia. Hubo un argumento irrefutable: “usted debió
denunciarlo justo después de los hechos”. Después de un par de días me resigné.
Los dos días siguientes los pasé durmiendo. Con el yeso no era mucho más lo que
podía hacer.
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